Recordemos aquel 7 a 1 de Alemania a Brasil. Resultado exagerado que provocó gritos, llantos y desmayos en masa… no menos exagerados. Y el más exagerado de todos, que conste en acta, no exageró: lo miró todo desde el hospital. Un cuadro dantesco en un día cualquiera; un apocalispsis absurdo que no se completó (y ya lo dejo) hasta que no apareció, un año después, Sergio Oksman. En O futebol el cineasta remató la tragedia nacional con un drama íntimo. El de un hijo (él mismo) que se reunía con su padre en su país natal, una nación que estaba patas arriba por la celebración de aquel maldito Mundial. Se trataba de un documental a vueltas con la ficción, y cuyo compromiso con la realidad se plasmaba en lo más importante, es decir, en la relación de esas dos personas, unidas por la sangre, pero también por el fútbol. Se sucedían los encuentros (en todos los sentidos) y el espectador iba entendiendo mejor aquel vínculo paterno-filial a través de ese elemento siempre presente entre ambos. Un televisor, una radio a máximo volumen, una tertulia de bar: 22 hombres dándole puntadas a una pelota… y hablándonos de 2 personas. La exageración fue eliminada con el planteamiento cinematográfico. Quedó lo esencial: la reunión. Pues bien, un Mundial después de aquella sacudida, apareció Ilan Serruya con una película de naturaleza similar. Reunión, que así se titula, trata sobre el reencuentro de un padre y su hijo en un terreno de juego muy alejado del hogar. ¿Pero dónde exactamente? Pues en la Isla de la Reunión. Elemental.
A unas pocas millas náuticas al este de Madagascar, aguarda una figura paterna con la que se ha perdido el contacto largo tiempo atrás, y claro, la misión del experimento consiste en entender el porqué de aquella separación, pero más aún el cómo de esa segunda oportunidad. Pantalla en negro y ruido abrasivo mecánico para ponernos en situación. El origen de dicho sonido aparece envuelto en el misterio por los límites impuestos a nuestros sentidos, pero cuando por fin podemos abrir los ojos, maldición, no conseguimos despejar dudas. Un chico se halla delante de un espejo y, tijeras en mano, intenta rebajar su volumen capilar. Una escena sin excesivo conflicto en el plano visual… pero contaminada, y de qué manera, en el auditivo. Las orejas están a punto de estallar, y no es una exageración. ¿A causa de una aspiradora? ¿De una lavadora? ¿De una turbina de avión? Imposible determinarlo con exactitud: con la vista no basta. El problema trasciende lo físico y se asienta en lo espiritual. Es, seguro, esa inquietud; ese asunto por resolver que no se va a callar hasta que no llegue el carpetazo. Con todo esto en mente, se va Serruya (y nosotros con él) a aquella isla. Al aterrizar, se monta en un coche, asoma la cámara por la ventanilla y la pone a grabar. El resultado es un travelling lateral a alta velocidad, que convierte los rasgos del paisaje en una serie de líneas y colores. En una especie de tela que, lo averiguaríamos en breves instantes, servirá para cubrir lo que espera a continuación.
El hijo encuentra al padre, pero la catarsis que esperábamos nosotros como espectadores no llega. Se sientan uno delante del otro. Les separa una mesa, o esto vemos, pero en realidad (lo percibimos) hay mucho más. Silencio. Corte. Esa misma mesa, en ese mismo patio, con esas mismas personas ocupándola, pero visto todo desde un ángulo distinto. Silencio. Corte… y vuelta a empezar. Pero cuidado, hay gato encerrado. El montaje no es multi-vista, o tal vez sí, pero indudablemente no es a tiempo real. Cada vez que la cámara parpadea, han pasado horas, quién sabe si días. El reloj va avanzando a ritmo de calendario, pero parece que la escena no se desencalla.
Hasta que el chico hace uso de aquella tela, y escapa. Lejos de aquella casa y de aquel hombre del que no se desprende nada, aguarda un mundo de maravillas naturales en el que refugiarse; tal vez, en el que comprender mejor lo que sucedía entre padre e hijo. Y ahí está el qué. De repente, los parajes volcánicos de aquella Reunión nos hablan de aquellas pulsiones volcánicas familiares. El entorno es para Serruya lo que el fútbol para Oksman: una vía de escape, pero también un bisturí para incidir. Así, entre idas y venidas; entre comidas y excursiones, transcurre la experiencia. Sin prisa; con los tempos marcados no por las exigencias artificiales de una película, sino por las necesidades del cuerpo. Un auténtico viaje en “slow-filming”, en el que tanto la filmación como el posterior montaje se llevaron a cabo pensando, en parte, en dar al espectador el aire y tiempo necesarios para que él solo entienda qué está pasando ahí.
Y así, tuvo que pasar media hora (no exagero) para que alguien abriera la boca. Y no pareció forzado, al contrario. Tuvieron que cumplirse cinco minutos más de añadido para que escucháramos una respuesta. En versión acelerada: “¿En qué piensas?”, pregunta el hijo, “En el camino que hay que recorrer”, responde el padre. Y así, ese viaje que en un principio (pero sólo muy al principio) parecía montado a base de descartes, se descubre altamente revelador en cada decisión tomada. Aquel poeta gitano, a todo esto, debía estar asintiendo en algún rincón, pues llevaba razón: las fuerzas telúricas tenían un impacto directo en el destino de los seres humanos. En Brasil no se les puede entender sin pasar por el verde del césped; en la Reunión sucede igual, pero con la naturaleza. Con el diálogo con el mar, la niebla, las cascadas y esa montaña cuya cima, a lo mejor, podría coronarse junto a ese hombre que antes no estaba, pero ahora sí.